Vergüenza al ver a los bethlemitas
Cuanto más sé de los bethlemitas, más vergüenza siento. Vergüenza de mí mismo, que no sé ya dónde poner tantos zapatos ni qué hacer con camisas que ni he estrenado. Bochorno de mí, que me inquieto cuando sumo algunos días sin encontrar tiempo para poner los pies en alto y dedicar unas horas a vagabundear intelectualmente. Me sonrojo al pensar todo lo que tengo, el poco uso que le doy a lo que poseo, las ganas que apenas puedo controlar de tener más. Veo a los bethlemitas, que no tienen nada, y a veces me pregunto si serán de verdad.
Este 30 de julio se cumplen 15 años desde que el Papa Juan Pablo le contó al mundo entero lo que nosotros siempre supimos: que el Hermano Pedro es un santo. Yo estaba allí, en Ciudad de Guatemala, uno de los lugares más peligrosos de la tierra por culpa de la corrupción política y el vandalismo. Allí, en el lugar que escogió el Hermano Pedro porque la miseria asolaba el país. Allí, donde siguen sus hijos, atendiendo ahora a ancianos descerebrados a quienes nadie quiere. Allí viven y allí mueren: a fray Carlos un desalmado le reventó el pecho de un disparo para robarle el móvil cuando iba a pedir para sus pobres.
Yo viví la canonización del primer santo canario casi sin darme cuenta: tenía mucho trabajo atendiendo a la prensa. Ahora, con la distancia y tras el contacto directo con sus hijos y sus hijas, sé que aquella ceremonia celebraba el triunfo de la misericordia y la ternura de Dios. Lo tengo muy claro al recordar lo que vi y cómo vivieron aquellos días con una intensidad insólita los más pobres, los descendientes de aquellos que siempre creyeron al Hermano Pedro cuando él les decía que Dios estaba de su parte. Los que le veían gastarse y desgastarse para aliviar sus dolores.
Lo dije en su momento, no gustó a algunos, y lo repito ahora: el Hermano Pedro se mató a sí mismo de tanto trabajar. Coinciden todos en que se negaba a descansar; en que no aceptaba privilegios; en que, tras acariciar las llagas de los enfermos, salía a las calles para intentar curar las heridas de los adentros, ésas que intentaba exorcizar con su campana y su sonsonete invitando a volver los ojos hacia Dios, que es la mejor medicina.
Así son también hoy los bethlemitas. Y por eso me da vergüenza. De mí mismo. Ellos escenifican cada día en sus casas la victoria del amor de Dios sobre la crueldad de algunos hombres y la indiferencia de la sociedad. Ellos son los hijos buenos de aquel canario nuestro enamorado del único que es bueno, verdadero, bello.
En la despedida del Papa, ya en el aeropuerto, recuerdo vivamente que el obispo Felipe y yo nos cruzamos una mirada cuando los monseñores ya se disponían a irse. “Quédate aquí un rato más si quieres”, me dijo. Y allí me quedé, viendo como subían al Papa al avión y encandilado aún por sus últimas palabras improvisadas: “Guatemala, me voy, pero te llevo en mi corazón”. Más allá de la parafernalia, Juan Pablo supo ver la Guatemala que el Hermano Pedro ayudó a construir, donde sembró esperanza contra toda esperanza, la que enseñó a creer en la ternura a pesar de la violencia.
Carmelo Pérez Hernández.